H ace unos meses murió uno de los mejores poetas que ha dado esta ciudad.
Se llamaba Eduardo Apodaca y era una persona buena, buena, buena, y un tipo extraordinario y original al que además de escribir, le gustaba leer, pensar, jugar al ajedrez y charlar.
Se le partió el corazón de repente, cuando aún tenía mucha vida por vivir y muchos versos que inventar, pero dejó en sus libros un mundo sensible, lleno de belleza y humanidad, en el que conviven atardeceres, animales, amigos y experiencias.
Pienso a menudo en Eduardo y le recuerdo especialmente cuando camino por el parque y veo colarse la luz entre las hojas de los árboles.
Compartí con él esos paseos, y cenas, viajes, amistades, lecturas... y aunque su muerte me produce rabia y pena, no dejo de alegrarme por haberle conocido y tratado, porque el mundo -y mi mundo- han sido mejores gracias a su amistad.
El jueves se leerán sus poesías en la Biblioteca de Bidebarrieta y será triste, pero le recordaremos como se merece: escuchando sus palabras, sus ricos, plenos, hermosos poemas. Aunque ahora escuezan y duelan.